jueves, 31 de enero de 2013

EDIFICIO 207


En el edificio 207 todo lo hacen a la vista de todos. Las paredes son transparentes de una visibilidad del % 100 y cada actividad queda a la vista de los ojos de los demás. La gente, entonces, tomó por costumbre el fingir indiferencia y mostrar naturalidad ante tal situación: los más viejos, toman mate mientras observan por las múltiples ventanas que forman su casa el quehacer de sus vecinos: el ama de casa que ordena los juguetes de los chicos, el marido que arregla el inodoro tapado; la parejita del 5º que, recién casados, se pasan el día entero en la cama. Los más jóvenes se miran de reojo y compiten en silencio, ellas, a ver quién tiene mejor cuerpo y mejores vestidos; ellos, a ver quién tiene mejores minas y mejor rendimiento. Los niños pequeños dibujan flores y soles con largos rayos en las paredes, mientras el perro de al lado da lengüetazos a las manos pegajosas con galletitas y crayones de los pequeños artistas.
Así anduvo la cosa durante algún tiempo, pero, el 14 de julio a las 8 am, llegó un camión de mudanzas con la familia Cuervo arriba. Ellos saludaron muy amablemente y subieron con sus cosas por la escalera hasta el primer piso, mientras veían a todos sus vecinos en sus tareas cotidianas que, al notarlos nuevos, los miraron con vivo interés. ¿Cómo sería esta nueva familia? ¿Qué costumbres tendría esta gente? Nunca lo iban a saber. El señor Epifanio Cuervo era pintor, y lo primero que hizo al llegar y dejar las cajas con la mudanza, fue sacar su mejor rodillo de su caja de herramientas y pintar de blanco mate las cuatro paredes del baño. Él no pensaba sentarse a leer en el trono con ojos indiscretos que lo observaran por todas partes. Luego siguió con el resto de las paredes de la casa, hasta que al fin, todas estuvieron cubiertas.
La decisión del Sr. Cuervo causó gran revuelo en el edificio: ¿cómo podía ser? ¿Quién se creía este señor? Quejas que al principio fueron susurros malintencionados y luego se expresaron a viva voz. La horda de vecinas en pantuflas fue a quejarse con el encargado: “¡Sabemos que está ahí! ¡No le baje el volumen al televisor que lo estamos viendo!”. Él, resignado, abrió la puerta despacio y escuchó con paciencia lo que las vecinas venían a decir. Una vez que hicieron su descargo, él respondió: “No se puede hacer nada”- a lo que siguió un gran griterío indignado que se fue apaciguando de a poco: “No se puede hacer nada”- repitió –“el Sr. Cuervo es dueño de su casa y puede hacer lo que quiera.”- acto seguido les cerró la puerta en las narices y volvió a su sillón favorito a mirar el partido de fútbol. Las vecinas enfurecidas ante la indiferencia del encargado, desempolvaron el antiguo “Contrato de Convivencia Edilicia” que regía las normas del edificio desde la época de los barcos a vapor y, hojeándolo, se dieron cuenta de que, en efecto, no podían hacer nada: cada propietario era libre de hacer lo que le viniera en gana (no había ninguna cláusula o excepción con pintar las paredes) así que lo dejaron de nuevo en el cajón y volvieron a sus quehaceres.
De noche y de día, la blanca habitación iluminada era un faro que atraía todas las miradas: sin importar lo que estuvieran haciendo, todos los vecinos dirigían sus ojos hacia el departamento del 5º, a ver si divisaban una sombra o algo que contar.
La revolución empezó cuando la señora Céspedes, del 6º, encontró que sería muy agradable colgar su alfombra persa en la pared como un tapiz y de paso no tener que verle la cara a su vecina Rosita, con quien se había peleado a muerte el día anterior por el vuelto exacto de un cuarto de cuernitos de grasa. A ella la siguieron los chicos del 4º B, que pegaron toda su colección de figuritas en la pared de su habitación; y la del 9º, que alineó sus macetas de forma que cubrieran la medianera con los Hernández, y ellos contraatacaron colgando la ropa para secar en un barral de cortina y terminaron de tapar aquellas zonas que las plantas no cubrían.       
El encargado vio todos los cambios recientes, se encogió de hombros y volvió a su sillón azul.
Con el tiempo, lo que antes eran sutiles detalles disimulados, se convirtió en pintura pura y dura, y cada uno coloreó su casa como quiso y quedó protegido de los ojos de los demás. Faltaba luz, porque al ser construido como un edificio transparente carecía de ventanas, pero trataron de adaptarse como pudieron.
Una mañana volvió el camión de la mudanza: por razones de trabajo, los Cuervo se mudaban al otro lado de la ciudad. Cuando acabaron de cargar todas las cajas en el camión, el Sr. Epifanio limpió con solvente todas las paredes que había pintado y dejó su casa en el perfecto estado transparente original. Parecía una perla que brillaba en medio de un mar de afiches, cortinas, tapices y paredes a medio empapelar. Cuando el camión se fue, los vecinos comenzaron a mirar con nostalgia aquellas paredes impolutas y al compararlas con las nuevas, las suyas les parecían horrendas y grotescas. Fue así que empezaron el laborioso trabajo de quitar el papel adhesivo, las cortinas, la pintura y las figuritas de las paredes, probaron con agua, después con solvente y por último con alcohol: batallaron horas pero lograron volver las paredes de cada cuarto a su preciosa transparencia inicial. Pensaron que todo volvería a la normalidad, a foja cero, pero se equivocaron, porque habían sustituido las delicias de la privacidad por la visión general: ya no podían ir al baño sabiéndose observados; aquellos que habían descubierto los placeres del sexo salvaje, volvieron a su normal hándicap de jueves por la noche; las jóvenes que habían improvisado conciertos cantando a todo pulmón con el cepillo de micrófono, volvieron a compararse los vestidos y la celulitis con las demás; y si bien nadie lo dijo en voz alta, todos sintieron que habían perdido algo.
Fue así que llegó la primera mudanza, y la segunda, y la tercera; poco a poco la gente iba abandonando el barco, con las promesas interiores de paredes mejores.
Hoy, el edificio transparente todavía existe: está vacío, abandonado en un terreno baldío con el alambrado roto y los niños que llegan hasta allí montados en sus bicicletas, matan las tardes tirándole piedras. 

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