Ayer
cumplí tres años de la primera vez que me subí a un tatami. Son tantas las
cosas que ocurrieron en este tiempo, que es difícil saber por dónde empezar.
Quizás podría empezar por lo que estaba y ya no está. O por el cambio que esta
práctica generó en mí de un modo profundo al punto de cambiar de trabajo, de
necesitar purificar una vida que me estaba agobiando. O por la oportunidad de
empezar a enseñarle este hermoso arte a los niños, algo que nunca pensé que
podría hacer, y hoy es una de las cosas que más disfruto, que más me
enriquecen, y que espero con más entusiasmo. De entrada nomás te dás cuenta de
que todas las ideas románticas que tenías en la cabeza sobre lo que serían las
clases de niños, se te van al diablo el primer día en que participás como asistente
asustado y también alucinado por ese CAOS, pero con el tiempo vas encontrando
tu lugar y se transforma en un Caos Hermoso. Porque lo mejor de los chicos es
que todo les entusiasma y se enganchan en todo lo que les propongas, son
potencial puro, pura energía. También es una responsabilidad enorme, porque al
primer peque al que tuve que explicarle una técnica en mi vida fue a Bruno, que
tenía ése día su primer clase y los dos nos estrenábamos, él con sus 5 años y
yo con mis 32, los dos nos mirábamos y yo no sabía qué hacer con ese cuerpo
menudito, frágil, como tener un pajarito entre las manos... Pero con el tiempo
lo ví madurar y crecer en la práctica y así como los vi evolucionar a todos,
por eso los exámenes son tan emocionantes, porque ves cuánto han avanzado y te
das cuenta de que en el fondo te están escuchando (o ven lo que les mostrás)
porque lo hacen muy bien (y algunos lo sacan mejor que los grandes incluso...).
Supongo que es parecido a lo que les pasa a nuestros Senseis con nosotros, que
empezamos siendo unos Australopithecus y de a poco a los mazazos limpios nos
vamos convirtiendo en casi personas, en animales marciales.
Los
niños me cambiaron la práctica y la forma de ver el AIKIDO en general, creo que
el hecho de practicar con los chicos y tener la oportunidad de enseñar y
aprender juntos marcó un antes y un después en mi camino.
Por
otro lado, antes estaba mi papá. Y este año se murió mi viejo, después de un
último año en el que tuvo que pasar por tres internaciones y eso fue por lejos lo
más difícil a lo que me tuve que enfrentar. Entonces, volver a entrenar fue una
necesidad y una terapia, algo que me enfrenta conmigo y con mi bronca, con mi
tristeza, y muchas veces me obligaba a ir e iba llorando en el colectivo, pero
el sólo hecho de entrar al vestuario y ponerme el equipo y atarme el cinturón
me hacía sentir más fuerte, más centrada, más en mí misma. Porque cuando todo
lo que te rodea se cae a pedazos, a veces ese mínimo gesto de ir y enfrentarse
al tatami y agradecer lo que está por venir, (sea lo que sea), sólo el
agradecer lo que va a ocurrir en la clase te coloca en otro lugar interior, te
serena. Y claro, después te vas y volvés al motín interno y todo se dispara de
nuevo, pero al menos durante una hora al día pudiste concentrarte en respirar,
y convencerte una, dos, treinta veces de que te levantes del tatami, como si te
susurraras “...Dale, una más, levantate de nuevo.” Porque esa es la Vida, y nos
tira a todos, pero depende de cada uno levantarse o no, y encontrar los motivos.
Y
encontrar los Amigos también, porque cuando todo eso ocurrió, mi familia
marcial me abrazó en una contención gigante y conmovedora, algunos con palabras
de afecto y de comprensión sincera; otros dándome unas palizas furiosas (cada
uno a su manera) pero todas son terapias que funcionan. Tanto así, que tres
semanas después de ver a mi viejo por última vez, rendí el examen de 2º Kyu, y
si bien en un momento pensé en no hacerlo, en pasarlo para más adelante; por
otro lado, pensé que sería como tirar la toalla, y si mi viejo me enseñó una
cosa fue a luchar, a levantarse del tatami, pase lo que pase.
Por
todo eso estoy infinitamente agradecida por estos tres años y por esta vida,
este camino compartido, estas palizas furiosas que te van drenando el dolor,
estas risas y estas ganas de llorar y la necesidad en la piel de seguir
practicando, de seguir avanzando, seguir aprendiendo y enseñando y jugando y
viviendo.
Nada
más. Nada menos. Domo Arigato Gozaimashita.