El día en que
Pedro Modesto iba a conocer a la mujer de su vida, llegó tarde. Se demoró con
los mates de la mañana, caminó mansamente hacia su taller y quiso la
Providencia que Carmen Austegui pasara por su cuadra dos minutos y cuarenta y
cinco segundos antes de que Pedro la viera, doblando la esquina hacia el Puente
Alsina y desapareciendo para siempre. La
que apareció en su lugar fue Mirta, la prima de la modista de la calle Vidt, la
que le había hecho el vestido de quince a Carmen y a todas las del barrio, y
Pedro, al verla, pensó que era ella. Ese día auguraba grandes cambios, y Mirta,
morena, menudita, vio en aquél hombre afable de sonrisa fácil y ojos
bonachones, no a su príncipe azul, pero sí a un compañero con quien comer una
ensalada de frutas una tarde de verano y ver pasar las horas deformadas por el
calor, el asfalto y los perros echados. La gran ciudad era la madre huérfana de
todos y era fácil perderse en los ojos ajenos, era fácil doblar una esquina y
ser otros. Mirta fue Carmen para Pedro porque él no supo notar la diferencia.
Pero el día que la acompañó a la prueba del vestido de novia, en el largo y
fresco pasillo de la modista, observó a una joven de quince años que lo miraba
desde una fotografía ajada y le recordaba a alguien, pero no sabía a quien. Esa
noche, desandando el camino de regreso, se sintió estafado, y no encontró la
razón; y al acostarse, tuvo ganas de llorar, pero no supo bien porqué.
El día en que
Carmen Austegui iba a conocer al hombre de su vida, pasó antes. Apurada como
iba, en vez de demorarse con el café con leche matutino y el alimento de los
gatos que reclamaban puntualmente su desayuno a fuerza de refregarse en sus
tobillos, dejó preparada hasta la ropa para planchar la noche anterior y salió
de su casa dos minutos y cuarenta y cinco segundos antes de lo habitual,
llegando a doblar la esquina justo cuando pasaba el 158 que iba a Pompeya,
desapareciendo de la vida de Pedro Modesto aún antes de materializarse. Dejó
una bruma, una estela, algo no dicho, porque ese día esperaba grandes augurios
y estaba ansiosa por conocerlos. Carmen no se encontró con Pedro, sino que lo
confundió con José Manuel Corvalán, el policía que vigilaba la sucursal del
Banco Provincia de Avenida Saenz. Carmen al verlo pensó que era Pedro, y José
Manuel, alucinado por aquella mujer de ojos grandes y vivaces, sonrisa fácil y
cuerpo generoso, se dejó acompañar mientras duró la espera del colectivo, ella
charlaba y charlaba, él siempre había sido más bien callado y le gustaba oírla,
tanto, que, cuando el colectivo se la llevó camino a Congreso, aquél silencio
que quedó en el aire se tiñó de ausencia.
José Manuel
fue Pedro para Carmen porque ella no supo notar la diferencia. Pero el día que
lo acompañó a arreglar el patrullero al taller mecánico, desde el foso, salió
una cara engrasada que le resultó familiar, y el corazón le dio un vuelco. Lo
achacó a un golpe de calor y salió a la vereda a tomar fresco. Aquél hombre le
recordaba a alguien, y no sabía a quién. Esa noche, cepillándose el pelo, en
camisón junto a la cama, se sintió estafada, y no encontró la razón; y al
apagar la luz, tuvo ganas de llorar, pero no supo bien porqué.
Mirta
Rodríguez siempre estuvo enamorada del cabo José Manuel Corvalán, desde que
bailaron juntos aquella vez, en el carnaval del Club Avellaneda. José Manuel,
esa noche, no se le animó a declararse y después, quiso el destino que fueran
encontrados por otros: ansiosos o impuntuales, que los hicieron suyos, sin
saber, que así, los tornaban impostores.
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