Una palabra,
no dice nada. Pero cientos, miles de palabras ordenadas en ejércitos por
millones, construyen fabulosas catedrales como bibliotecas. Una mirada, no dice
nada. Pero cientos de miles de miradas crean un mundo: ese mundo que veo no es
el que “es”, sino el que mis ojos capturan por fragmentos, instantes
imperfectos que se derrochan y desgranan en la pendiente inevitable del tiempo,
y luego caen y mueren. Y ¿quién soy yo? Yo soy el témpano de fuego que habita
debajo de cada negativa, de cada amor no correspondido por no intentado. Yo soy
la sombra que vaga por las calles buscando libros viejos, soy la rendija de luz
que se cuela por debajo de la puerta en las mañanas polvorientas y soleadas de
la niñez idealizada. Soy la niña que pregunta insistentemente a la mujer que la
habita adónde vamos y ella no sabe qué responder. Soy la duda y la búsqueda
constante, el desenfreno, la locura, la mesura recatada, el relámpago que no
avisa, la tortilla que se quema en la cocina, las pantuflas, el olor a especias
y a cebolla frita, la masa que leva y descansa, la vida, el ángel de la muerte
y el adiós. Una palabra.