Ibrahim fumaba. Otros hombres
trabajan, aman, entrenan o juegan póker por Internet.
Pero Ibrahim fumaba. Cada vez
que apagaba un cigarrillo en el atiborrado cenicero, sentía un vacío, una
pérdida espectral, una pequeña muerte en ese espíritu de humo que se
desvanecía. Y en ese intervalo, Ibrahim se sentía débil y vulnerable, como un
borracho que, en sobriedad, vuelve a sentir el golpe de sus temores y el dolor
de la vida. Y abre una nueva botella de anestesia emocional. De la misma forma,
Ibrahim fumaba, todo el día, toda la noche. Dormía poco. Pasaba largas horas
mirando las luces que entraban por la persiana, oyendo el tránsito de la calle,
las voces de los transeúntes y matando algún mosquito que zumbara en la
oscuridad.
Un día, no quiso más. Quizás,
persuadido por las súplicas de su mujer y sus hijos, o por su tos perruna por
la mañana, o por la posibilidad de entrar en “El club del infarto” antes de los
50, o por la imagen lamentable que le devolvía el espejo a sus 42 años... la
cuestión, es que quería dejarlo. Trató de hacerlo por su cuenta, pero falló. No
se dejan tres atados diarios así como así. No señor, convivir con semejante
cantidad de humo no se disipaba de un día para el otro. Probó con grupos
terapéuticos, con parches y chicles de nicotina, con clínicas de purificación,
acupuntura, terapias alternativas, flores de Bach y otra media docena de
métodos que no le sirvieron para nada.
Al contrario, la ansiedad que
estos frecuentes fracasos le provocaba, le hacía fumar más que antes, odiándose
por ello.
Una noche de insomnio,
agotado, mortificado, se levantó de la cama y salió de la casa. Fue al galpón
del fondo, donde tenía un pequeño taller de carpintería, y estuvo allí
trabajando toda la noche.
A la mañana siguiente, su
esposa se extrañó de no verlo en la cama. Se levantó a hacer el café y vio la
luz prendida del taller de su esposo, que se veía de la ventana de la cocina.
Al rato vio entrar lo que a
ella le pareció un espantapájaros, o un astronauta deforme y ahogó un grito de
terror. Pero Ibrahim le hizo señas para que se calmara: era él, y ya sabía cómo
solucionar el problema de su adicción para siempre. Se había puesto una jaula
en la cabeza. Era una jaula con estructura de madera y pequeños barrotes de
metal, cuadrada, como las que en los patios antiguos albergaban a los canarios.
Pero a ésta, él la había adaptado: había adherido un alambrado pequeño y
cerrado en la parte interna y el único lugar abierto era una pequeña puerta con
candado. Ibrahim se acercó a su mujer y trató de calmarla, la abrazó procurando
no golpearla con la jaula en la cara. Ella se fue tranquilizando poco a poco y
él le explicó que era la única manera en la que podría dejar de una vez ese
espantoso vicio. Ibrahim le dio un juego de llaves del candado para ella y otro
a sus hijos cuando volvieron del colegio: al verlo, su hija se echó a llorar y
a su hijo mayor le entró tal ataque de risa que le saltaron las lágrimas.
Y de esa forma, empezó el
tratamiento.
Al principio, la jaula
presentaba algunos inconvenientes: durante el baño, el shampoo le resbalaba por
la cara y no podía restregarse los ojos. A la hora de comer, su esposa abría el
pequeño candado (Ibrahim le había hecho jurar que jamás le daría la llave) y
con cuidado le introducía el tenedor para poder masticar el alimento; para
cerrar el candado inmediatamente después de comer, ya que la punzada de dolor
por “necesitar” un cigarrillo, era más intensa que nunca después del almuerzo.
Imposible afeitarse. Imposible dar un beso. Las relaciones maritales habían
pasado de escasas a nulas (ninguna esposa, por amorosa que fuese, querría
intimar con un espantapájaros). La “Terapia de la Jaula”, como Ibrahim la
llamaba, presentaba algunos inconvenientes, sí, pero estaba funcionando. El
“Método Ibrahim” funcionaba, pensaba en las noches de insomnio. Ahora, en vez
de quedarse inmóvil en la oscuridad, salía al patio y caminaba toda la noche
por el parque, con el pasto mojado por el rocío, sus pies descalzos iban y
venían haciendo un “fru, fru, fru, fru...” que susurraba en la noche junto con
el sonido de bichos desconocidos. Seguía trabajando durante el día en su
carpintería y su hijo mayor se encargaba de entregar los pedidos. Y así fueron
las cosas durante un tiempo.
La necesidad de fumar fue
cediendo. Y un día, cuatro meses después de ponérsela en su taller, Ibrahim
estuvo en condiciones de quitarse la jaula. Ya tenía suficiente confianza en sí
mismo y la extracción de la jaula cobró honores de triunfo en el ambiente
familiar. Ibrahim se afeitó, reencontrándose con su cara pálida y serena
después de mucho tiempo. Se cortó el pelo, se aseó y se vistió con una camisa blanca,
impecable, hasta se puso colonia. Parecía un hombre nuevo.
Sin embargo, un susurro
intermitente lo agitaba la primera noche. Lo intentó, pero Ibrahim no pudo
dormir. Se había adormilado luego de hacer el amor con su esposa, con la
antigua pasión de sus primeros años. Pero un murmullo le recorría la espalda
como un eco y lo hacía revolverse entre las sábanas. Se levantó en plena noche
y salió de la casa.
Por la mañana su esposa se
extrañó de no verlo al otro lado de la cama. Se levantó a hacer el café y miró
hacia el taller. Pero la luz del galpón estaba apagada. Sin embargo, en el
parque, a lo lejos, sentado sobre una piedra, estaba Ibrahim. Ella se acercó
avanzando por el pasto húmedo con una taza de café en las manos y llegó hasta
donde estaba su marido: Ibrahim miraba hacia adelante con expresión vacía,
estaba cubierto de rocío y parecía más cansado que nunca en la vida. Tenía la
jaula puesta en la cabeza y por la abertura de la boca fumaba un cigarrillo
invisible.
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