lunes, 10 de febrero de 2014

LA JAULA


Ibrahim fumaba. Otros hombres trabajan, aman, entrenan o juegan póker por Internet.
Pero Ibrahim fumaba. Cada vez que apagaba un cigarrillo en el atiborrado cenicero, sentía un vacío, una pérdida espectral, una pequeña muerte en ese espíritu de humo que se desvanecía. Y en ese intervalo, Ibrahim se sentía débil y vulnerable, como un borracho que, en sobriedad, vuelve a sentir el golpe de sus temores y el dolor de la vida. Y abre una nueva botella de anestesia emocional. De la misma forma, Ibrahim fumaba, todo el día, toda la noche. Dormía poco. Pasaba largas horas mirando las luces que entraban por la persiana, oyendo el tránsito de la calle, las voces de los transeúntes y matando algún mosquito que zumbara en la oscuridad. 
Un día, no quiso más. Quizás, persuadido por las súplicas de su mujer y sus hijos, o por su tos perruna por la mañana, o por la posibilidad de entrar en “El club del infarto” antes de los 50, o por la imagen lamentable que le devolvía el espejo a sus 42 años... la cuestión, es que quería dejarlo. Trató de hacerlo por su cuenta, pero falló. No se dejan tres atados diarios así como así. No señor, convivir con semejante cantidad de humo no se disipaba de un día para el otro. Probó con grupos terapéuticos, con parches y chicles de nicotina, con clínicas de purificación, acupuntura, terapias alternativas, flores de Bach y otra media docena de métodos que no le sirvieron para nada.
Al contrario, la ansiedad que estos frecuentes fracasos le provocaba, le hacía fumar más que antes, odiándose por ello.
Una noche de insomnio, agotado, mortificado, se levantó de la cama y salió de la casa. Fue al galpón del fondo, donde tenía un pequeño taller de carpintería, y estuvo allí trabajando toda la noche.
A la mañana siguiente, su esposa se extrañó de no verlo en la cama. Se levantó a hacer el café y vio la luz prendida del taller de su esposo, que se veía de la ventana de la cocina.
Al rato vio entrar lo que a ella le pareció un espantapájaros, o un astronauta deforme y ahogó un grito de terror. Pero Ibrahim le hizo señas para que se calmara: era él, y ya sabía cómo solucionar el problema de su adicción para siempre. Se había puesto una jaula en la cabeza. Era una jaula con estructura de madera y pequeños barrotes de metal, cuadrada, como las que en los patios antiguos albergaban a los canarios. Pero a ésta, él la había adaptado: había adherido un alambrado pequeño y cerrado en la parte interna y el único lugar abierto era una pequeña puerta con candado. Ibrahim se acercó a su mujer y trató de calmarla, la abrazó procurando no golpearla con la jaula en la cara. Ella se fue tranquilizando poco a poco y él le explicó que era la única manera en la que podría dejar de una vez ese espantoso vicio. Ibrahim le dio un juego de llaves del candado para ella y otro a sus hijos cuando volvieron del colegio: al verlo, su hija se echó a llorar y a su hijo mayor le entró tal ataque de risa que le saltaron las lágrimas.
Y de esa forma, empezó el tratamiento.
Al principio, la jaula presentaba algunos inconvenientes: durante el baño, el shampoo le resbalaba por la cara y no podía restregarse los ojos. A la hora de comer, su esposa abría el pequeño candado (Ibrahim le había hecho jurar que jamás le daría la llave) y con cuidado le introducía el tenedor para poder masticar el alimento; para cerrar el candado inmediatamente después de comer, ya que la punzada de dolor por “necesitar” un cigarrillo, era más intensa que nunca después del almuerzo. Imposible afeitarse. Imposible dar un beso. Las relaciones maritales habían pasado de escasas a nulas (ninguna esposa, por amorosa que fuese, querría intimar con un espantapájaros). La “Terapia de la Jaula”, como Ibrahim la llamaba, presentaba algunos inconvenientes, sí, pero estaba funcionando. El “Método Ibrahim” funcionaba, pensaba en las noches de insomnio. Ahora, en vez de quedarse inmóvil en la oscuridad, salía al patio y caminaba toda la noche por el parque, con el pasto mojado por el rocío, sus pies descalzos iban y venían haciendo un “fru, fru, fru, fru...” que susurraba en la noche junto con el sonido de bichos desconocidos. Seguía trabajando durante el día en su carpintería y su hijo mayor se encargaba de entregar los pedidos. Y así fueron las cosas durante un tiempo.
La necesidad de fumar fue cediendo. Y un día, cuatro meses después de ponérsela en su taller, Ibrahim estuvo en condiciones de quitarse la jaula. Ya tenía suficiente confianza en sí mismo y la extracción de la jaula cobró honores de triunfo en el ambiente familiar. Ibrahim se afeitó, reencontrándose con su cara pálida y serena después de mucho tiempo. Se cortó el pelo, se aseó y se vistió con una camisa blanca, impecable, hasta se puso colonia. Parecía un hombre nuevo.
Sin embargo, un susurro intermitente lo agitaba la primera noche. Lo intentó, pero Ibrahim no pudo dormir. Se había adormilado luego de hacer el amor con su esposa, con la antigua pasión de sus primeros años. Pero un murmullo le recorría la espalda como un eco y lo hacía revolverse entre las sábanas. Se levantó en plena noche y salió de la casa.

Por la mañana su esposa se extrañó de no verlo al otro lado de la cama. Se levantó a hacer el café y miró hacia el taller. Pero la luz del galpón estaba apagada. Sin embargo, en el parque, a lo lejos, sentado sobre una piedra, estaba Ibrahim. Ella se acercó avanzando por el pasto húmedo con una taza de café en las manos y llegó hasta donde estaba su marido: Ibrahim miraba hacia adelante con expresión vacía, estaba cubierto de rocío y parecía más cansado que nunca en la vida. Tenía la jaula puesta en la cabeza y por la abertura de la boca fumaba un cigarrillo invisible. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario